Hay un restaurantito que es mi favorito.

Aquí, a unas cuadras. Tienen tacos, tortas, tostadas, pozole y menudo.

Ahí paro a veces, al regresar del centro de Los Angeles.

La dueña me permite llevar mi vinito. Hay unos árboles muy frondosos, y pues es

sumamente agradable sentarte a una de las mesas  y disfrutar de sus sombras.

Me gusta sentarme donde sea más privado posible. Para leer mi periodico, hacer unas llamadas, o leer mi librito. Un dia, pasó lo siguiente.

 

 

Eran dos parejas

se sentaron a la mesa sin apuros

se pasaron entre ellos los platillos

el vino y los bocadillos.

 

Comenzaron a departir en sana paz

el uno le hacía saber al otro, y el otro al otro.

Sus risas eran timidas y nada ruidosas

en momentos, se daban un pelmazo en la frente.

 

Matizaban sus conversación esculpiendo las palabras

parecía prevalecer el vocablo “amor” entre ellos.

Lo digo por el brillo de sus miradas

y sus manos que gesticulaban cómo angeles.

 

Era tan sutíl su conversación, que mis chismosas orejas

casi no se enteraban de lo que pasaba.

Departieron y departieron y comieron y bebieron.

Terminados sus platillos, nada quietos, siguieron disfrutando entre ellos.

 

Fue tan agradable haber estado cerca de ellos.

Finalmente se despidieron,

Cada pareja, a su respectivo auto se dirigió

y yo me quedé recordando el eco de su conversación.

 

Los cuatro eran sordomudos.

 

Ernesto Onofre

 

 

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