Esta vez fue mi hermano R. Fue un mediodía. Lo vi cargando el sol en

la espalda en esas fotos. A la orilla de la loza que baña el sol con su

luz y calor. La puerta a la sala donde mi Mamá espera hasta ese día

al próximo de nosotros. Lavó su piedra y puso flores en agua fresca

que trajo el sepulturero del cementerio. Conocido por múltiples

familias. Ya hasta su regalo Navideño le llevan. Diligente y preciso con

la pala y la llana y la mezcla que utiliza para llenar toda grieta.

El sepulturero se llama Don J. Los familiares de los difuntos le dan su

propina al final de cada trabajo. Los billetes muchas veces son

humedecidos por las lagrimas que seca el viento. Las más de las veces

los entierros son a mediodía. Con la eterna esperanza de llevarse en

sus bolsillos unos rayos de Sol. Han habido mediodías que se han

oscurecido precisamente en el momento del descenso del féretro al

profundo seno de la fosa. Con lloviznas súbitas grises que envejecen

caras y espaldas. Lloviznas que alimentan los viejos árboles donde

habitan gorriones y lagartijas. Lloviznas que forman perlas en los

pétalos de las rosas dejadas a los lados de las losas de los occisos.

Mi hermano R. lavó con sus manos las lágrimas que lo acompañaron

para la ocasión. Sacras como la misma tierra que espera. Como el

mismo puro y eterno silencio.

EO

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