Las tardes lluviosas tenían un sabor salado. Mezcla de viento marino
con el aroma de la fabrica de café que estaba a unos dos kilómetros de
distancia, que aunque a esa distancia, el viento traía hasta mí y mi
vecindario el exquisito aroma de café. Aparte de eso, café se tostaba a
toda hora en cada casa de la cuadra. Aquello era un océano de aroma
de café. Ah…Guadalupe lo preparaba en una de esas cafeteras de peltre
color azul. El café mas delicioso con que acompañábamos los
pescados fritos a la hora de la cena. Los frijoles fritos con manteca y las
tortillas calentadas en un pequeño comal. Mientras el aire tibio se
pasaba a la casita por la puerta de cuatro hojas que daba a la calle.
El grillo se refugiaba en el calor de la cocina en algún resquicio.
Nunca desde entonces ha dejado de visitarme y hacerme compañía.
La lluvia regaba las plantas del pequeño patio cual madre amorosa.
Las paredes de madera de la casita despedían una fragancia de bosque.
Húmedas por las caricias de la noche y las dulces lagrimas de la lluvia.
Y el interior de la casa era tibio y totalmente agradable. Tibio en amor.
Cálido por la estación. Y mi papá sonreía. Y Guadalupe sonreía. Y todos
festejábamos un día mas a la mesa juntos. Comulgando con la hostia
dulce del amor. Y éramos muy felices. Y fuimos muy felices.
Y somos muy felices.
EO