Mi hermano Ricardo era intrépido. Se arrojaba de las puntas de los

barcos al mar cual se arrojaba uno al río de la rama del árbol al río.

Con una gran diferencia. Mas para él eso no importaba. Era lo mismo

volar y sumergirse en uno u otro con igual facilidad. El aire cálido, el

mar tibio cual océano amniótico. Zambulléndose con toda facilidad

y resurgiendo a la superficie con la misma mentalidad.

La ligereza de los miembros del cuerpo en plenitud. De un adolescente

desafiante. El mar quedaba a…tres cuadras de la casa. A la mano.

Éramos príncipes con el mar a nuestra disposición. Y los peces

se ponían en nuestras manos con la misma felicidad del anzuelo.

O con un pago de $5.00 valiosos Pesos de entonces. Peces que a las dos

horas nos preparaba Guadalupe. La cena más rica nunca imaginada.

Acompañados dichos peces con frijoles con manteca, café y tortillas

calentadas al comal. Todo ese majestuoso platillo siendo disfrutado

mientras el viento se paseaba libremente por la casita

acompañándonos. Y el crepitar de la leña era el palpitar de la tierra.

Y el café la esencia del cafetal. Y el amor el lazo de diamante más puro.

Y así eran nuestros días y noches en Mazatlán.

EO

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