Se despertó sin saber dónde estaba. La oscuridad era más espesa que la
tierra cubriéndolo por todos lados. Se alarmó en sumo grado. El
aire era casi nulo. Su respiración agitada. Calculó seis o siete minutos
máximo el oxígeno con el que contaba. Sus manos empujaron hacia
arriba una madera que sentía en las yemas de sus dedos. Era madera.
Seca, como su deshidratada garganta. Rasposa como la voz que
presumía de ser ronca. El pánico le sobrecogió. No sumaba dos y dos.
Sus ojos casi salían de sus órbitas. Sin darse cuenta. Sus piernas no
podía recoger tampoco. El silencio era ensordecedor. Cual alcayatas
penetrando sus delicadas orejas. Atravesando ambos hemisferios
cerebrales. Y hasta los de los mismo gusanos que ya se aproximaban
presurosos. No los veía pero los sentía. Recorriéndole los brazos, las
piernas y todo su minúsculo cuerpo. Aquel cuerpo que el creía
imponente y alto. Como una torre desde la cual veía a todos pequeños
e insignificantes. Ahora a merced de los gusanos. Él no había nacido
para eso. Jamás esperó haber sido enterrado aún vivo.
Quien habría sido…se preguntó mil veces en dos segundos. Puesto que
el tiempo apremiaba. Y no pudo ubicar uno solo de sus enemigos y
rivales. Eran tantos. Que vida la de ser tan importante, se dijo. No sabes
luego a quien culpar con lo que pasa. El aire era cada vez más escaso.
Su extraviado racionamiento estaba dejando la cordura que le restaba.
El CO2 le dió el último adiós a nombre de todos sus familiares.
Que nunca lo quisieron. Y se durmió. Dejando sus uñas dando el último
rasgón a la tapa de pino de su ataúd. Para siempre. Porque no hay más.
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