José se enamoró de María cuando en el rio la veía.

De espalda, encorvada, tallando la ropa contra la piedra rugosa. Y su

figura esbelta como los carrizos de al lado del rio. Se mecía de un lado

al otro, como el vaivén de su corazón. Y alzaba la mirada al cielo

pidiéndole su alma y el interior y exterior de ella. Junto con las pecas

que alcanzaba a distinguirle. Así de libidinoso era José. Pero, oye. Quien

no se fija en todas esas cosas? Todo hombre. Y José era un joven que

quería amar a Maria y Maria aceptó amar a José. José tendría…18

años…María…unos 16…y ambas familias celebraron el festejo de su

boda. Con el sacrificio de un cordero y rábanos y bellotas a granel que

todos a la mesa disfrutaron. No sin también haber brindado con un

buen vino que por entonces todavía vendían los Fenicios de puerto en

puerto del Mediterráneo. Si, también se llegaban hasta el Mar de

Galilea. Eran muy buenos navegantes y mercaderes. Y pues José y

Maria tuvieron una linda boda. Hubo acoladas, flores, cantos de niños,

muy lindos. Y esa tarde fue una de las más maravillosas de la historia.

José y Maria vivían una vida completa de felicidad y alegría. Como toda

pareja de aquellos días. Y como las de estos días. Un día, Maria le hizo

saber a José de su embarazo. Que fue el que concibió no solo a un niño

llamado Jesús, sino que concibió a la vez, un mundo que no se ha

logrado definir.

EO

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