Al retirarte se retiraron mis deseos tras de ti. Pero mis brazos ya no

te alcanzaron en cuanto diste el primer paso. Cuando diste vuelta en

la esquina, la tarde rosada ante mi se volvió gris. Oscura. Mis piernas

flaquearon. Una estremecedora sensación me sobrecogió. Mis sienes

punzantes me hicieron sentir el latido de mi corazón frenético.

Mi respiración entrecortada se volvió jadeante y tuve que recargarme

en la pared a la entrada de una casa. Una mujer que salía me preguntó

si estaba bien. Me dijo que lucía pálido y con los labios resecos.

Le dije que era nada. Cuando todo lo que eras para mi ya no lo era más.

Me invitó amablemente a pasar a su casa. Me senté en su recibidor

después del cancel de la puerta y me trajo un vaso de agua. Lo tomé.

Algo notó que estaba fuera de lugar e hizo aún algo más amable.

Tomó mi mano en las suyas y me dijo que todo iba a estar bien.

Me preguntó si me importaba compartir con ella lo que me había

pasado. Le dije que no y me escucho sin interrupciones. Con mi mano

en las suyas. Luego de diez minutos de haberle contado todo, fue por

mas agua y me ofreció un café. Me tomé el café y el agua y le di las

gracias despidiéndome de ella agradecido. Era una joven viuda.

Su esposo había muerto en un accidente automovilístico hacía un año.

Lo extrañaba todos los días. Ella también había una vez atravesado

por esta situación como la mía. Una mujer de treinta y cinco años.

Madura y por lo que digo, muy amable. Lindamente amable.

De voz suave y pausada. Y mirada aún triste pero con unos ojos dulces

como los del amor que hacía una hora había perdido. Me dijo que era

bienvenido a conversar con ella cuando quisiera. Intercambiamos

teléfonos y me despedí. Noté un dejo de gusto por mi. Y su atención

y atracción física revivieron nuevos deseos. Me dije que no podía ser.

Ella me dio a entender que todo podía ser. Vida bendita, vida mía.

Que mudable e inconstante puede ser el corazón del humano.

EO

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