Ya casi tengo 20 años viviendo en el cuarto #7. Lo tomamos mi esposa
Paula y yo cuando nos casamos. No, no tuvimos prole. Ella murió hace
ya 4 años. La pasamos de lo más lindo y contento. Me esperaba por
la tarde al regresar de la fábrica donde aún sigo de costurero. Si. La
renta y el estómago no esperan. Tengo una foto de los dos cuando nos
casamos ante el juez por lo civil. Y otra sentados en una banca de
cantera en la Plaza la Conchita en Coyoacán. Aún guardo su anillo
de compromiso en una cajita de madera muy bonita que hice por ella.
Por las mañanas antes de irme corriendo al colectivo lo cojo y lo beso.
Junto con sus besos que aún perfuman las paredes de esa linda cajita.
Y me voy contento sabiéndome que los mismos me han de estar
esperando al regreso. Paula vive en las paredes de mi cuarto y mis
venas. Sus pasos aún se oyen en el eco del tiempo que no los ha
disminuido. Firmes y sólidos como eran sus senos y sus muslos.
Su risa aún me contagia. Y exploto de repente en una súbita risa que
mis vecinos no entienden. Esa dulce sensación abstracta se acrecenta
al golpe de dos tragos de Aguardiente del fuerte llegándome a la frente.
Y le escribo uno más de mis insulsos poemas que le encantaban a ella.
Que mantengo en un cuaderno de notas parecido al cuaderno de notas
en que escribía mi tarea en la primaria. Y luego de esto, apago la
pequeña lámpara de mi buró y trato de conciliar el sueño mientras
veo las ramas del guayabo y las estrellas al fondo por la ventana de par
en par. Y me duermo pensando en ella.
EO