El aire salado que pasaba a mis pulmones era tan dulce como
la manteca en que freía los frijoles Guadalupe. Mi madre putativa.
Quien con el enérgico suave pulso de su mano los presionaba.
Igual que como presionaba mi cariño y agradecimiento por ella.
Siendo un niño huérfano y sintiendo una presencia de amor de parte
de ella. Cuidando de mi y mis otros hermanos. El asistir a la
escuela Primaria donde cursé el tercer año, fue mágico.
Siendo septiembre y agosto y el resto de los otros cuarenta meses
del año copiosos en lluvias. Había esta humedad verdosa que se te
pasaba a los huesos. Mientras el penetrante sol te calentaba las
venas. Y sentía la necesidad de refrescarme yéndome a la playa
cada día. Eran entonces, la lluvia, el sol y el viento del océano
salado mis diarios compañeros. Y el ángel de mi guardia que me
rescataba cada vez que las olas me castigaban por impertinente.
El sabor de esas exquisitas mojarras por las noches, con esa rica
salsa en molcajete que Guadalupe preparaba, y eso ricos frijoles
con café, hacían las noches inmemorables. Aún percibo el aroma
de todo eso. Nuestra conversación. Risas. Gestos. Movimientos todos
antes de acostarnos para acompañar la noche estrellada por enésima
vez. Eso fue Mazatlán en 1958. Un año mágico e irrepetible.
Bendito seas tiempo mío por haberme dado esa única oportunidad
de haberte vivido.
EO