En el pueblo de San Benito de Abajo, Nayarit.

Juana tenía 16 años e Inocencio 17. Las tardes en la plaza, donde

había seis enormes árboles frondosos y otros medianos y chicos.

Y flores y bancas en el cuadro alrededor del kiosko. Donde cada

Domingo tocaba la Banda del pueblo música con instrumentos de

viento. Se encontraban sus ojos al momento que la vuelta los hacía

cruzar sus miradas. A tres metros de distancia de si, y a un milímetro

de sus corazones. El dulce calor que ambos experimentaban era el

del volcán a seís kilómetros de distancia. Y el de los rayos del

atardecer quemándoles la piel. Los labios de Juana eran del color

de la pitaya roja, como la sangre. Esa que ambos sentían pulsar

sus sienes. En la forma sutil de dos espinas de rosal tierno.

Ah, Inocencio se refocilaba con la vista de Juana bañándose en

el río. Cuando su camisola de algodón se le adhería a Juana contra

sus púber senos. Firmes. Que marcaban unos pezones color tamarindo.

Y su respiración se entrecortaba. Y Juana, cuando lo divisaba también

en el rio, veía una cascada deslizándose por su espalda e imaginaba sus

manos siendo esa agua. Y su espina se erizaba.

Y un día, los padres de Inocencio, fueron a pedir la mano de la

muchacha. Buena muchacha para su hijo, se habían dicho.

Y los padres de Juana los recibieron bien y amablemente conversaron

las cosas. Ya habían platicado de Inocencio y habían festejado que

Juana les había dicho de su decisión por él como esposo.

Y acordaron la fecha de la boda. Fue una linda boda estilo pueblo.

Juana e Inocencio tuvieron seis hijos y fueron felices.

Ambos vivieron por muchos años. Fueron testigos de cambios

politicos profundos en el país. Y afortunadamente, salieron adelante.

Y aquí termina esta linda historia.

EO

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