Un niño de nueve años, de rodillas ante este

ancho, voluminoso y bien alimentado individuo

cómodamente sentado, vestido en su uniforme religioso, tú.

Blanco, tú. Si, creo que significaba la pureza del llamado

“ sacerdote “. Ah, también se dirigía uno a él, como: “ Padre “.

Tenía unas manos enormes y despedía un olor rancio. El mismo

que despedía un viejo libro que colocaba a un lado. Se suponía,

sagrado. Un libro, sagrado. Hazme el favor. Uy, los hay por todos

lados. Y ese niño, le decía sus “ pecados “. Dirás tú – y esa

ridiculez ? – pues así era. Que pecados?

– Haberse peleado con los chiquillos de la cuadra.

– Robado las guayabas del árbol del vecino.

– Una paleta de dulce de la tienda de la esquina.

– Haber visto a la vecina bañarse en el patio con

una jicara que recogía agua de una tina calentada por el sol

durante el día.

Y…ahí terminaba la lista negra de las actividades pecadoras

de ese niño.

La multa: rezar cinco Padres Nuestros y cinco Ave Marias. Y quedaba

tu alma, corazón y el resto de tus órganos como si los hubieras

acabado de fregar con harto jabón. Y te retirabas luego de

haber dejado tu cuota de Diez centavos Peso en el depósitorio

de la propina. Perdón, limosna. Perdón, el óbolo.

Y te regresabas a tu barrio a seguir “ pecando “.

Si, si, si. Pero partiendo de cero. Hasta la próxima cita ante

El Gran Inquisidor. La ridiculez absurda y surreal de todo

lo de arriba. Y todo por mantener a un parásito bueno para

dar sus interminables sermones cada domingo, viviendo,

como un príncipe. Quien hacía tres comidas al día.

Tomaba siesta, vestía ternos muy lindos de gabardina.

Y se iba por las tardes a conversar con sus amistades, a jugar

cartas y beber una botella de Tequila.

Ah, si. Sus sermones.

– Jesús dijo esto y Jesús dijo lo otro.

Y yo en blanca… Jesus? El chiquillo con el que peleaba

todos los días? Pues era el único Jesús que conocía.

– El hijo de Dios!

Y yo, como? El padre de Jesús el Gordo, se llamaba Don Roque

y su mamá Doña Catalina.

Y el Jesús del que hablaba ese merolíco, todo uniformado de blanco

portando una cruz de dos cuartas en el pecho de una cadena colgada

de su ancho cuello decía:

– Jesus, el hijo del mismísimo Dios quien con su divina intervención

embarazó a una jovencita llamada Maria.

María, María, María…conocía muchas Marias en el barrio.

Y era la primera vez que escuchaba acerca de una de ellas haber sido

embarazada por el mismo Dios mentado.

Y su sermón de los domingos fue siempre el mismo.

Nos decía de todo: – pecadores, arrepiéntanse porque un día de estos

se va a acabar el mundo y se van a ir al mismo Infierno. Un lugar

muy caliente. Más caliente que los baños Turcos que están por la

calle de Escobedo. Y ahí, ahí! Van a sufrir por toda la eternísima

eternidad. Y peor aún les ha de ir, si no dejan su propina…er, su

limosna. La parroquia necesita mantenimiento y mi barriga y mis

siestas por igual.

Así que, ya cansado de oír tanta estupidez, decidí no poner más un

pie en la parroquia. Salvo, para esperar al padrino a la salida

del atrio, para pelearme por el Bolo de monedas que nos arrojaba

el padrino del último bautizo.

EO

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