Llegó una noche a visitar a mi papá, su hermano.

Ella, mi tío Andre y mis primos Juan y Jesús.

Si mal no recuerdo acababan de mudarse de la capital.

Qué recuerdo tan bonito e inolvidable. Su llegada a

Guadalajara marcó un hito en la familia. Unos años más

adelante, contribuiría en la educación de mis hermanas Leticia

y Patricia. Cuando mi papá, preocupado, imagino, por inculcar

buenos ejemplos en mis hermanas, las mandaba a convivir con

ella a aprender buenos modales. Mi tía Pina tenía una elegancia

única. Y no lo digo porque era mi tía. No. Era elegante y fina.

No en dineros, no. En comportamiento. De la misma forma que

fueron mis otras tías. Malena y Margarita. Sus hijas, igual.

Mi prima Elena era una princesa. Tenía un porte altivo y elegante.

O sea, casi como el mío. Pero volviendo a mi papá, mandando a

convivir a mis hermanas Leticia y Patricia con ellas, fue educativo

y productivo.

Ambas son elegantes en su forma de vivir…de acomodar esto y aquello

así y asá en sus casas…si, si, si. Lo sé. Eso es totalmente subjetivo.

Cada uno arregla y acomoda sus cosas en su casa de la forma que le

da la gana y ningún vecino va a venir a decirme:

– Oye, vecino. Deberías hacer esto así o así. No. Entiendo.

Pero mi tía Pina tenía eso…especial.

Otra cosa que tenía, entre muchas. Era rezar El Rosario cada noche.

Me tocó hacerlo una o más veces, cuando me quedaba también en su

casa. Después de la merienda, rezábamos El Rosario.

Eran 15 minutos…en los que el ambiente del cuarto…se volvía…

mágico. Y nos retirábamos a dormir en paz.

Y ese fue el ambiente que no sería capaz de decir…de haber influido…

haberse plantado…en la mente y comportamiento de mis hermanas.

Porque hasta la fecha, son, no sé, de nuevo hasta que grado, una

proyección del comportamiento que aprendieron de mi

elegante tía Pina. A quien las estrellas tengan en la gloria.

Junto a su hermano, mi papá.

EO

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